viernes, 25 de junio de 2010

Los telos según Murakami.

En un diálogo entre dos de los personajes de After Dark ( H. Murakami, 2004), Murakami nos orienta para intelectualizar nuestra banal idea de los telos.

"Hay algo que quiero preguntarte desde hace un rato - dice Mari - ¿Por qué el hotel se llama Alphaville?
- Uf! Vete a saber! Eso habrá sido cosa del jefe. En un love-ho el nombre es lo de menos. Total, un love-ho es un lugar donde las parejas van a hacerlo y, mientras haya una cama y un baño, la verdad es que puede llamarse como le dé la gana. Con que tenga un nombre basta. ¿Por qué lo preguntas?
- Porque una de mis películas favoritas se llama Alphaville. Es de Jean-Luc-Godard.
- No me suena de nada.
- Es una película francesa bastante antigua. De los años sesenta.
- Pues el jefe debió sacarlo de ahí. Cuando lo vea se lo preguntaré. ¿Y qué significa eso de Alphaville?
- Es el nombre de una ciudad imaginaria del futuro - dice Mari - Una ciudad que está en la Vía Láctea.
- O sea, que es una película de ciencia ficción. Como La guerra de las galaxias.
- No, no tiene nada que ver. Esta no tiene efectos especiales ni acción...Es un poco difícil de explicar. Es una película conceptual. En blanco y negro, con muchos diálogos. Una de esas de arte y ensayos.
- ¿Una película conceptual? ¿Y eso qué es?
- Mira, por ejemplo, en Alphaville, a las personas que lloran las arrestan y las ejecutan en público.
- ¿Por qué?
- Porque en Alphaville no está permitido tener sentimientos profundos. No existen cosas como el amor. Tampoco existen las contradicciones ni la ironía. Allí todas las cosas se procesan mediante la aplicación de fórmulas matemáticas.
Kaoru frunce el entrecejo.
- ¿Ironía?
- Es cuando una persona se observa a sí misma, o algo que está relacionado con ella, con mirada objetiva, o también desde un punto de vista contrario, y encuentra su vertiente cómica.
Kaoru reflexiona un poco sobre la explicación de Mari.
- No acabo de entenderlo. Pero, bueno. ¿En Alphaville existía el sexo?
- Sí, el sexo existía.
- ¿Un sexo que no necesitaba ni ironía ni amor?
- Si Kaoru se ríe divertida.
- Pues, entonces, el nombre le va al pelo a un love-ho."

Matthew Herbert en Sonar 2010

Matthew Herbert es uno de los músicos catalogados dentro de la electrónica que ha tenido una de las producciones más interesantes e innovadoras en los últimos años. El último sábado el camaleónico músico inglés se presentó en el festival con su nuevo formato “One Club”, un proyecto inovedoso que esa noche, lamentablemente, quedó fuera de contexto.

Sábado a la noche. Hacia la 1:30 de la madrugada gran cantidad de los movedizos concurrentes de la última fecha del festival se va acercando al área del Sonar Pub, una de las secciones a cielo abierto del evento. Para esa hora los motores clubbers ya están encendido y más de una cabeza pide marcha. Sobre el escenario, un set austero compuesto de micrófonos, teclados, samplers, y una escalera de doble tramo esperaba ser ejecutado por Herbert. Pasados unos minutos de la 1:30, aparece en escena el músico inglés. Vestimenta discreta y actitud incauta. Todo listo para arrancar con su música inusual.

El proyecto actual de Herbert es experimental y dogmático dentro de sus propias reglas. Hace algún tiempo, este productor definió una serie de puntos que orientan su hacer artístico, una especie de manifiesto que marca un norte para componer su música. El punto clave de este dogma es que su sonido tiene que crearse: todos sus timbres tienen que estar fabricados desde cero, así su música puede nacer frotando una bolsa de papas fritas, mordiendo una copa, o haciendo chiflar a su público. Una especie de plataforma de confrontación en la época en donde cualquier sonido es posible y accesible. Complicarse un poco las cosas para hacerlas más interesantes o, al menos, para ponerlas en un marco de coherencia que les de sentido. Su último álbum, One One, se ajusta a ese dogma, se inscribe dentro de un proyecto mayor que es una trilogía, y suma en lo particular otro concepto: cada canción lleva el nombre de una ciudad diferente. Lo conceptual, en definitiva, es protagonista.

Su presentación en el Sonar ahora consiste en conjugar ruidos, variarlos y darles texturas. Cada tanto Herbert se sube a la escalera doble que se ilumina para hacer sonar su chiche favorito, desde la parte más alta. Todo lo acompaña con movimientos histriónicos, convulsivos, siguiendo los ritmos imposibles que va creando y que son difíciles de entender para el público.

A medida que avanza el show, la masa que lo esperaba con ansias se va dispersando un poco. La presentación es interesantísima, pero está fuera de contexto, el gran público pide bombo en negras y Herbert se niega a conformarlos, simplemente porque él mismo es un inconforme.

Este productor se había consagrado en los noventas gracias al house jazzero y elegante que había producido bajo los pseudónimos de Doctor Rockit y Radio Boy. Más adelante, ya con su nombre real, llevó adelante el proyecto Matthew Herbert’s Big Band, siempre cerca del jazz. Si bien en todos sus proyectos había coqueteado con la experimentación, también había sido condescendiente con el oído masivo. Su concepto actual para las presentaciones en vivo es bastante menos diplomático y es por eso que dificulta la escucha de la gran mayoría.

Los que no se mueven de la terraza del Sonar Pub intuyen que, quizás el día de mañana, los sonidos incomprensibles que están escuchando podrían convertirse en tendencia mainstream. Confían en que, aunque suene estúpido, hacer algo nuevo se trata de no hacer más de lo mismo y admiran a los que, como Herbert, se resignan a ser incomprendidos por un rato. Creen que lo que hace bueno a un artista, o al menos lo que lo convierte en pionero, es su capacidad de reinventarse. Al ver a Herbert se les representa algo de Bowie, algo de David Byrne, algo del espíritu alborotado de la vanguardia de los 60s y algo de cualquiera de esos sinvergüenzas que cada tanto se arriesga a reinventar lenguajes y posicionarse de nuevo como emergente.

La presentación de Herbert en el Sonar no se ajusta a las dimensiones del lugar. Su puesta en escena es intimista y su jugueteo sonoro es más digno de verse en una sala chica con el público sentado que en una terraza plagada de gente sedienta de fiesta. Hacia el final de su show el patio se ve casi vacío. Una lástima.

domingo, 13 de junio de 2010

Una trama


Rejilla con chapitas rojas (Afuera del MACBA, Barcelona )

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